Wednesday, August 23, 2006

de Juan José Soto


Hay un cuento de Ítalo Calvino donde se narra la historia de dos amantes que, por razones de trabajo no pueden verse en ningún momento del día. Cuando él llega de trabajar, temprano en la mañana, ella ya ha partido a trabajar hasta la noche. Entonces, como no pueden verse ni tocarse, tienen la costumbre de calentar con el humor de sus cuerpos una región de la cama. De manera que cuando llegan al lecho, pueden sentir la presencia del otro por medio del calor corporal temporalmente retenido entre las sábanas.

Esta es, creo, una buena imagen o metáfora textual –hipotexto, según la tipología de Gerard Gennete- de este tercer libro de Soto: son como vestigios, huellas humorosas los poemas de una presencia de Lo Real –en el sentido lacaniano – que está más allá siempre de la realidad anestésica, aquella que tanto obsesiona a los poetas contemporáneos de aquí y de afuera: el cuerpo, el sexo, el género, la confesión, la fácil intensidad subjetiva, todo aquello que, como veremos, Soto elude para abocarse a lo esencial, una apuesta contradictoriamente ambiciosa y muy actual, posmoderna, si se quiere, pensando la posmodernidad como un espacio hiperdemocrático donde todas las visiones y todas las sangres tengan un lugar en el mismo plano. Auscultar los poemas nos alumbrará, esperemos, su propuesta.

Hay dos formas hasta cierto punto en pugna, de asumir el ejercicio poético, o más bien dos concepciones de poesía. La más común y difundida es la que entiende el discurso poético como vehículo o instrumento de sensaciones, sentimientos, intensidades subjetivas. Esta es por lo general una visión laica de la poesía; el exteriorismo y lo épico serían extensiones de esta posición. Pero hay una muy antigua y prestigiosa forma de concebir la poesía, que en occidente se remonta hasta uno de los decálogos más tempranos de Platón, el ION. Allí el filósofo de la academia afirma que el poeta es un eslabón que vincula a los dioses con el pueblo. Es de algún modo la misma idea que propone Paz en el epígrafe que abre Palabra sobre los abismos, y la idea rectora- por así decirlo- de los poemas que conforman este breve pero sustancial libro.

La lectura que ustedes tendrán que soportar esta noche, se rige también por esta concepción prístina de la poesía.

Desde el primer poema el yo poético busca trascender la inevitable condición temporal, y por tanto limitada, de la palabra. Se busca la condición de ser aquel que “ha extraviado el dolor / en los silentes pasadizos del espíritu”. Es decir alguien que haya trascendido las limitaciones existenciarias para así conquistar un Logos más abarcador, sobrehumano en alguna medida.

El poema II refleja un yo poético a merced del poder convocatorio de las palabras. Estas adquieren una suerte de autonomía, son “incontenibles”, están “pobladas de embrujo” y el poeta está con la piel desguarnecida frente a ellos. Es el momento, un momento, en el que el yo poético pierde la batalla con la expresión, se muestra vulnerado, a merced.

Sin embargo en el poema III se yergue la mirada como “firme cubículo de eternidad”, “templo de susurros” “de misterios revelados”. Es la hegemonía de la visión poética por encima de las limitaciones de la palabra. Como un candil, la visión poética ilumina “los cuerpos exhumados de la palabra”, aquellos que quedan como signos de la eterna lucha entre lo temporal y lo eterno.

El tema del deseo se muestra errabundo en el poema IV, donde, como en la fórmula de Lacan, la consecución del deseo, su realización es solo “acariciada” pues se trata de una “enfebrecida senda”, un “desasido misterio” que siempre está más allá, morando en lo real que se haya transponiendo la fantasmática ( y anestésica) realidad.

En el poema V es patente que las palabras, en su frenesí temporal, primero, están más acá de los “arcanos secretos”, que yo entiendo como símbolos poéticos prelinguísticos (y pos), y luego tan sólo preludian el verbo, el logos bíblico que abre la noche de la creación.

La poesía como forma de conocimiento no de la realidad, que es constructo –para seguir con la distinción lacaniana –sino de lo real, que abisma el yo poético (de ahí tal vez el título del libro) y lo corona de “ojos tercos enajenados”. Dioses y hombres, frente a tamaño atrevimiento del poeta, exclaman un reproche ineludible: “Cuándo no, tú, poeta”

En el poema IX el yo poético dialoga con lo que llamaré un “poeta ideal”.

Señala en este camino, bajo esta visión, la relación del poeta con el dolor (de raigambre vallejiana), su condición existencial, y sobre todo la fatal inadecuación del lenguaje –suerte de puente roto sobre el horrible abismo de la incomunicación- para expresar su “sacro desgarramiento”, que tal vez sea imposible de conjurar por completo.

El poema X resalta la idea central del libro: la palabra sobre el abismo (sea flotante o bajo la figura del puente quebrado) es también un discurso poético que se ocupa sobre los abismos, y los abismos proliferan frente a la sensibilidad poética: abismo verbal, abismo semántico, abismo de quebranto, pero también del amor.

Los cuatro últimos poemas, de tema amoroso, apuntan a una conciliación trascendente de lo que llamaré la agenda esencial, en la dialéctica de los amantes. Esta suerte de salida a la tortuosa fisura entre lo Real Trascendente y lo verbal ficticio y temporal, sin embargo no es clausurante ni plena: la palabra seguirá planeando torpe, inestable sobre los abismos, el yo poético –espero- proseguirá su lucha sisífica por llevar su palabra a la cima de lo expresable. Parafraseando a Saint-John Perse, “motivos tengo de elogio” por ello.



Víctor Coral Cordero


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